No basta con lucir la camiseta del bando que moralmente está en lo correcto; además, hay que actuar diferente de quienes integran el otro bando. En incontables ocasiones me ha decepcionado encontrar que quienes participan de un movimiento social están ahí en realidad por escapar de alguna obligación (típicamente clases, en mi época de estudiante), por pinchar, por adicción a la adrenalina… pero sólo hacia el final de la lista de prioridades por lo que el movimiento defiende. Pase, qué se le va a hacer. Quejarse por ello es como querer montar una obra de teatro afirmando que no hay modo de que salga bien sin excelentes actores. En realidad un director o directora con talento sabe sacar lo mejor de cada integrante de la compañía y hace la mejor obra posible con la gente que tiene. Las caóticas mezclas de personas que insuflan vida a los movimientos sociales pasan, pero sirven para poner de relieve a los buenos directores y directoras que permanecen. Es de est@s últim@s, entonces, que espero una encarnación consistente de valores. En ocasiones la veo; la mayoría de las veces no. ¿Cuántas personas hay que luchan contra quienes apuntalan cierta hegemonía, pero pronto queda claro que lo hacen intentando ser parte de ella o tratando de materializar una hegemonía distinta? Me pregunto a qué sabrá la palabra libertad en sus bocas. Cuando se mira la lucha por la igualdad de género, por la sustentabilidad ecológica, por la diversidad cultural, por la recuperación de los espacios comunes, por mermar el poder corporativo, en fin, tantas que aún tiene pendiente nuestro mundo, es frustrante ver que no hay suma de fuerzas, que el grupo ecologista está lleno de machistas, que el grupo feminista no da un carajo por el ambiente, que el que lucha contra las corporaciones no pierde el sueño por la matanza de animales en un rodeo. Y un triste etcétera.
Dandósenos la oportunidad somos dictadorcill@s de lo que creemos correcto. Eso no nos hace diferentes de quienes defienden lo contrario, y más bien nos vuelve elementos imprescindibles de un sistema donde no importa quien se alce con el poder, pues la estructura no se ve amenazada sino que gana estabilidad con nuestra presencia. Es como si el poder mismo fuera un edificio y los movimientos sociales distintas manos de pintura que decidiéramos darle. La diferencia la haría reconocer que no es más ni menos que el abuso de poder aquello contra lo cual debemos enfrentarnos. Esa es una lucha que indica un modo de vida, pues en línea con no abusar de tu poder con el ambiente te haces eco del ecologismo, al no abusar de tu poder sobre las mujeres suscribes las demandas feministas, al reconocer que tus actos de consumo son la manera en que las corporaciones finalmente abusan de su poder sobre economías desposeídas tomas en tus manos la responsabilidad de controlar lo que pasa incluso en culturas muy alejadas de la propia. Esta noción implica la necesidad de alterar el edificio quizás no al punto de tener que derrumbarlo, pero sí de hacerlo más bajo, menos uniforme, más lleno de ventanas.
Muchas personas, no obstante, piensan que estos propósitos están más allá de sus posibilidades, así que rechazan hasta los ejercicios más sencillos que tienen a su alcance. El uso del lenguaje es uno de ellos. Lo empleamos a diario de manera muy intensa, por lo cual representa casi nuestra mejor ocasión de afectar nuestro entorno y aportar a lograr cambios. Entonces resulta que, por convenciones de estilo, por la tradición, por que es tan difícil, por [insertar razón irrelevante aquí], nos hacemos a un lado de quienes lo están tratando de modificar para hacerlo más inclusivo, más crítico, tal vez incluso más riguroso.
El conflicto por el uso de la arroba es uno de esos casos, pero hay otros menos obvios. Hay personas judías que han corregido mi decir “holocausto judío” en lugar del socialmente favorecido “Holocausto”. Me resisto a aceptar esa corrección. Pienso que decir “holocausto judío” es respetuoso con el pueblo judío y no falta el respecto a ningún otro pueblo. “Holocausto” es ciertamente respetuoso con el pueblo judío, pero sume en la invisibilidad al holocausto asiático, al holocausto negro, al holocausto gay o a los holocaustos de indígenas de América, por nombrar algunos. Bajo idéntica sensibilidad rehuso decir “Miguel” a secas para “Miguel Enríquez”; “Dictadura” para referirme a la de Augusto Pinochet; u “11 de septiembre” sin año para referirme al de 1973 (o, en otros países, al de 2001). Puedo entender perfectamente que haya hechos más relevantes que otros en un contexto cultural, pero no podemos darnos vuelta hacia la pared e ignorar que la globalización nos alcanzó hace rato y que entonces el borde de ese contexto es hoy bastante borroso. En el acto de comunicar quisiera reconocer a verdader@s luchador@s por la libertad, y no a potenciales reyezuel@s del pedazo de cultura que el lenguaje les permita delimitar.