Es de esas cosas que no se comentan mucho, como el episodio de 1987 cuando el Papa Juan Pablo II preguntó solemnemente a los jóvenes chilenos si estaban dispuestos a rechazar el “ídolo del sexo” y un Estadio Nacional repleto le respondió al unísono con un rotundo “¡nooooo!”, mientras frente a los televisores de Chile algunas personas se persignaban y otras reían a mandíbula batiente. Diez años más tarde, en la Estación Mapocho de Santiago (porque todo pasa en Santiago cuando se vive en Chile…) presencié de primera mano un papelón parecido.
El físico Claudio Bunster (entonces aún llamado Claudio Teitelboim) invitó a Stephen Hawking a Chile en 1997, al parecer como una actividad oficial del CECs (Centro de Estudios Científicos) de Valdivia. Yo me encontraba en mi primer año del Magíster en Ciencias con mención en Física de la Universidad de Concepción. Hace un tiempo había leído la traducción de “A brief history of time”, que ya era un libro muy popular más allá de los círculos académicos, de modo que tenía la noción de que Hawking era una figura que concitaba un interés transversal y a nivel mundial. Como ocurre a menudo cuando uno no tiene mucha experiencia en un tema, se me hacía fácil tomar popularidad como evidencia de calidad o autoridad, pero la verdad vi que entre los físicos más experimentados el anuncio de su visita fue recibido más con respeto que con excitación. A varios estudiantes, en cambio, su venida nos parecía un hecho fascinante, que plenamente justificaba el esfuerzo de viajar a Santiago y que de algún modo sentíamos que nos ponía en el mapa, quizás de manera análoga a lo ocurrido cuando Rod Stewart vino a Chile en 1989 e instaló a Chile como posible destino de megaconciertos (que ya pronto comenzaron a ser también megacaros).
Lo que no sé si los organizadores no esperaban, o cuando menos yo no esperaba de modo alguno, fue la popularidad de la charla que Hawking dio en la Estación Mapocho ese 28 de agosto. El recinto no era pequeño, pero estaba abarrotado de gente que no paraba de llegar. En la puerta las olas de personas eran difíciles de controlar, pues era tanta que nadie sabía de dónde provenían los empujones que hacían moverse finalmente al grupo completo. Una imagen que recuerdo vívamente es la de una pareja, evidentemente padre y madre de dos niños que iban con ellos, y que no hallaban cómo defender a sus hijos de quedar aplastados, de modo que improvisaron una especie de cerco humano con sus brazos, teniendo a los niños al centro mientras ellos soportaban todos los tirones y apretones del grupo.
Finalmente logramos entrar y adentro el caos fue parecido, aunque terminó jugando a favor de mi grupo, en que había otros estudiantes de Física y también integrantes de la Rama de Astronomía de la Universidad de Concepción (RASTRO). Como era imposible ejercer un control muy férreo de lo que hacía cada persona, alguien de RASTRO encontró una especie de plataforma (¿para instalar equipos?) que nos dejaba más cómodos y con mejor vista del escenario. Nadie se enojó porque nos instaláramos allí, o quizás estaban muy cansados como para comunicar su enojo… así que nos quedamos en el lugar. Y apareció entonces Hawking en el escenario, acompañado de Claudio Bunster, quien lo presentó y explicó la logística de la charla. Durante la misma se distribuirían papeles en blanco para que la gente escribiera sus preguntas, las que se recogerían antes de que terminara y se seleccionaría un par para responder al final. OK, era un método razonable aunque, como era previsible y luego confirmamos, ninguno de nosotros tuvo la suerte de que su pregunta fuera seleccionada para ser respondida. En fin.
La exposición comenzó con Hawking preguntando a través de su sistema de comunicación “Can you hear me?” para luego pasar a explicar las diapositivas que traía. Este proceso era sorprendentemente fluido si uno ignoraba que, obviamente, el audio era algo que estaba grabado y simplemente avanzaba con Hawking allí presente. Nunca tuve claro si él decidía cuándo ir a la siguiente diapositiva o si todo dependía de un único botón “play” presionado al comienzo de su presentación, pero evidentemente se esforzaba por hacer algunas limitadas contribuciones originales, por ejemplo sonriendo y mirando al público cuando la lámina incluía un chiste. La verdad es que si uno había leído el libro, la charla no agregaba gran cosa, pues era casi idéntica al libro. La serie de láminas presentaba la misma secuencia de ideas, ejemplos e imágenes de referencia que ya había leído años antes, de modo que mentiría si dijera que fue algo que me impresionó mucho, pero espero que el arrastre que tuvo la charla haya hecho que en la sala se encontrara mucho público no científico, para el cual varias de estas ideas pueden haber sido del todo nuevas. Con la poquita ciencia que en esos años lograba penetrar en la cultura popular chilena esto sí venía a ser un aporte importante.
Lo incómodo de todo esto, y motivo del título de este post, vino a la hora de las preguntas. Alguien leyó en voz alta las dos que habían sido seleccionadas (ya no las recuerdo) y comenzó el laborioso proceso de que Hawking las respondiera. Considerando que la charla había sido sobre la naturaleza del tiempo, es irónico que precisamente tuviéramos a continuación una demostración palpable de lo largos que pueden sentirse los 20 minutos que se demoraba en teclear una breve respuesta a una pregunta. Encantados, como estábamos, por la ilusión tecnológica que acabábamos de presenciar de un Hawking presentando ideas científicas y bromeando con el público con gran fluidez, yo creo que nadie le tomó el peso a lo que se nos estaba queriendo decir cuando nos advirtieron que el proceso de respuesta sería muy lento. Claudio Bunster esperaba paciente y respetuosamente junto a Hawking mientras éste trabajaba, al mismo tiempo que los organizadores no daban señas de conocer cómo funciona un público masivo, al que quizás habría sido más sabio haber mantenido entretenido por último con un video. El hecho es que después de un rato de no hacer nada (¿20 minutos?) el público comenzó a mostrar señales de inquietud. Inquietud que se transformó en disconformidad. Disconformidad que se transformó en audibles pifias. Sí, era el mismo país que para cada Teletón declaraba su unidad en favor de las personas discapacitadas, el que ahora pifiaba a un discapacitado que compartía su exploración del Universo, habiendo, desde su silla de ruedas, llegado bastante más lejos que cualquiera de los que estábamos allí…
Bunster miró con incredulidad la escena. Se irguió en toda su estatura y, tomando el micrófono, fulminó a los presentes con un tono seco y una amonestación implícita: “Asumo que las pifias son para mí” fue su lacónica manera de expresar lo que probablemente era una tirada de palabras mucho menos educadas que ha de haber estado tentado de dirigir al público. La gente calló. Largos minutos más tarde finalmente estuvieron las respuestas. Eran cortas y muy generales pero bueno, había terminado. La gente aplaudió con entusiasmo. Yo aplaudí con alivio. El momento bochornoso había pasado, al parecer sin consecuencias, y me costaba decidir si fue bueno o malo que ocurriera. Por respeto a Hawking hubiera sido mejor que no, pero también me pareció que esta prueba nos había revelado algo de nuestra sociedad y de cuánto creer más allá del discurso, en que nuestro afán de integración era genuino. Los productores del evento pudieron hacer, al igual que lo hicieron durante la charla, cualquier truco de magia informática que nos hubiera dejado con la impresión de que Hawking no la tenía tan difícil después de todo. Creo que en cambio, esos 20, 30 o 40 minutos nos hicieron entrar por un momento en la intimidad de Hawking casi dos décadas antes de que su vida personal fuera motivo de interés y discusión popular a partir de conocerla en el cine. Más allá de ese impulso básico que llevó a muchos en el público a silbar, pienso (o espero) que la gran mayoría se fue a su casa entendiendo la magnitud del desafío que él enfrentaba cada día.
¡Saludos, Eduardo!